La actitud de
Felipe Alfau dio lugar a que se disolviera «La
Trinitaria». Para ponerse a salvo de las persecuciones a
que la delación podía exponerlos, Duarte y los que
permanecieron adictos a la causa de la independencia
optaron por constituir una nueva junta patriótica que
disimularía sus verdadenes bajo la apariencia de una
sociedad de tendencias recreativas: «La Filantrópica».
El teatro fue el
medio escogido entonces para mantener viva en el
espíritu público la idea separatista. Duarte conocía la
eficacia de las representaciones dramáticas como órgano
de difusión de los ideales revolucionarios porque oyó
hablar, durante su estancia en Cataluña, del uso que se
hizo en España del teatro para levantar el sentimiento
nacionalista del pueblo contra la dominación francesa.
En sus maletas de viajero, el apóstol logró traer de la
Península en 1833 las obras de Martínez de la Rosa y los
dramas con que Alfieri, «el terrible Alfien», como le
llamó entonces uno de los más ilustres afrancesados de
la Madre Patria, había puesto nuevamente de moda el
puñal de Bruto y las catilinarias contra los enemigos de
la libertad. Los discípulos devoraron estas obras bajo
la dirección del propio Duarte, y se concertó llevar a
las tablas aquellas que más se prestaran para sublevar
el espíritu del pueblo con declamaciones patrióticas y
con proclamas líricas sonoramente martilladas. Los
ensayos se realizaron en casas particulares, con el fin
de no despertar la curiosidad del gobernador Carné ni
hacer las reuniones sospechosas. Un distinguido
ciudadano de Santo Domingo de Guzmán, conquistado por el
fervor de Duarte y sus discípulos, ingresó poco tiempo
después en «La Filantrópica», y se hizo cargo de
transformar el viejo edificio de «La cárcel vieja» en un
teatro capaz de recibir cómodamente a cientos de
espectadores: la historia ha recogido el nombre de este
patriota, don Manuel Guerrero, entusiasta servidor desde
entonces de aquella cruzada de idealismo. La apertura de
este salón constituyó una novedad sensacional en el
ambiente de pesadumbre y de horror creado por la
dominación haitiana. Media ciudad acudió la noche del
estreno a presenciar « La viuda de Padilla», llevada al
escenario por actores improvisados a quienes el ardor
nacionalista convertía en intérpretes admirables del
gran drama de Martínez de la Rosa, obra escogida con
acierto si se piensa en el énfasis oratorio que realza
casi todas sus escenas y en la abnegación con que los
caudillos de la guerra de las comunidades se exponen
allí a las iras del despotismo para sacar triunfantes
los fueros ciudadanos.
La presencia en
el escenario de Juan Isidro Pérez, a quien se confió en
«La viuda de Padilla» y en algunas de las tragedias de
Alfieri, como la titulada «Roma libre», la
personificación de la libertad y el patriotismo, fue
saludada repetidas veces con aclamaciones ruidosas. El
joven, secundado en su empresa por Remigio del Castillo,
Jacinto de la Concha, Pedro Antonio Bobea, Luis Betances,
José Maria Serra y Tomás Troncoso, así como por algunas
damas en quienes también había prendido la llama
revolucionaria, comunicaba tanto fuego a los versos y
subrayaba con tanta intención las frases que de algún
modo resultaban aplicables a los dominadores, que la
sala entera se ponía en pie electrizada por aquel actor
delirante. De tal manera se posesionaban de su papel los
intérpretes, que el público participaba de sus emociones
y se dejaba fácilmente arrebatar por esos conspiradores
que desde la escena fulminaban rayos de indignación
contra todos los opresores de las libertades humanas.
El gobernador
haitiano empezó pasando por alto las primeras
representaciones. Pero el público acudía con tanto
entusiasmo al teatro y los actores provocaban en el
auditorio tal delirio, que Alexis Carné fue puesto por
sus espías sobre aviso. El primer impulso de las
autoridades de ocupación fue el de suspender las
actividades de «La Filantrópica» y clausurar el teatro.
Pero se pensó que acaso esta medida podía enardecer más
los ánimos y contribuir a que la candela de la
revolución se extendiese más aprisa. Faltaba, en todo
caso, un pretexto para justificar una orden que
aparentemente iría encaminada a privar al pueblo de la
única diversión de que disfrutaba en aquellos días
calamitosos.
El pretexto
buscado por el gobernador Carné se presentó, sin
embargo, de improviso.
Una frase
recalcada con excesiva intención desde las tablas, dio
lugar a que el funcionario haitiano irrumpiera una noche
inesperadamente en la sala llena de espectadores. Se
ponía en escena uno de los dramas escritos en la
Península con el propósito de ridiculizar a las
autoridades francesas durante los días de la invasión de
España por las hondas napoleónicas. Uno de los actores
se adelantó hacia el público y lanzó al aire como una
detonación estas -palabras: «Me quiere llevar el diablo
cuando me piden pan y me lo piden en francés » Esta
invectiva, declamada con voz estentórea y recibida
jubilosamente por el auditorio, pareció sospechosa al
gobernador Carné, que hizo subir al escenario a uno de
sus ayudantes con orden de exigir un ejemplar impreso
del drama en que figuraban las palabras citadas. El
oficial haitiano examinó el libreto y comprobó que
efectivamente en él figuraba aquella frase despectiva.
El espectáculo continuó, pero a partir de aquel momento
los invasores redoblaron la vigilancia de « La
Filantrópica», y sus amenazas se tornaron más concretas.
El objetivo, sin embargo, ya estaba en parte logrado, y
las proclamas formuladas desde las tablas por actores
que mostraban a las multitudes el puñal de Bruto y
hablaban poseídos de entusiasmo revolucionario, iban
bien pronto a ser sustituidas por gritos de libertad
lanzados desde un escenario más activo: el de la
conspiración armada.
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